TOROSDOS

Se torea como se és. Juan Belmonte

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Sevilla. Crónica de Barquerito. Destacan Diego Urdiales, Pablo Aguado y los toros de Juan Pedro Domecq.

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Un milagro de Urdiales y una faena de Aguado de alta escuela


El torero de Arnedo encuentra un filón en un toro con calidad pero sin fuerza


El sevillano se reclama como intérprete del toreo de la tierra


Corrida hermosa y notable de Juan Pedro Domecq

 

Sevilla, jueves, 8 de mayo de 2025. (COLPISA, Barquerito).- 13ª de abono. Primaveral. Casi lleno. 9.500 almas. Dos horas y media de función. Seis toros de Juan Pedro Domecq.

Diego Urdiales, ovación y una oreja. Castella, una oreja y vuelta al ruedo. Pablo Aguado, vuelta y palmas.

 

VARIADA DE lámina, pinta y hechuras, con el denominador común de la nobleza y su bella estampa sin excepción, la corrida de Juan Pedro trajo dos toros casi risueños de tanta bondad -segundo y tercero-, y dos más, cuarto y quinto, que dieron muy buen juego, pero de distinto sentido. Con el cuarto, de partida descaderado, mantenido en el ruedo pese a sus primeras claudicaciones, obró Diego Urdiales el prodigio técnico de sostenerlo hasta llegar a torearlo con pulso insuperable y a placer. El toro, que murió de bravo, pareció agradecerlo tanto como el propio público, frío al principio y entregado cuando los méritos del torero de Arnedo se hicieron del todo manifiestos.

El quinto, estrecho y esbelto, contó con calidad parecida a la de los dos de infinita bondad, pero con otro fondo, no tan transparente. Castella le pegó muchos pases en una faena sin unidad ni la menor tensión que se acabó cayendo por su falta de peso. Los dos toros restantes fueron parte de la misma corrida pero de muy pobre temperatura.

Apagadito el primero, un precioso sardo, que se rebrincó y fue muy a menos. Las manos por delante, ninguna fuerza, parado a las primeras de cambio el sexto, que fue el único borrón del sexteto.

El cogollo de la corrida fueron dos faenas bien distintas. La de Pablo Aguado al goloso tercero colorado se atuvo fiel al código del toreo sevillano de alta escuela, plantas posadas en la arena, los hombros descargados, la figura compuesta con naturalidad y la gracia y las variaciones propias de su marca. A pies juntos brotó por la mano derecha el toreo rematado, sencillo y templado en tandas ligadas, de clara resolución, siempre abrochadas con pases del repertorio obligado, el kikiriki y el molinete como suertes de preferencia. Un punto acelerado con la izquierda, los logros fueron menores, pero el asiento fue el mismo. La faena tuvo sentido de la medida y duró lo que deben durar las de calidad y lírico acento. Aguado le había sacado los brazos con muy buen aire al toro en el saludo. El galleo con que lo llevó al caballo fue de una perfección absoluta. Un pinchazo y una estocada atracándose de toro y perdiendo en la reunión el engaño dejó sin más premio que una vuelta al ruedo todo ese trabajito tan pulcro y distinguido.

La de Urdiales al cuarto fue de las raras de ver, o de las que no se ven nunca. La flojera del toro, que se tuvo de pie en banderillas pese a haber amenazado con desencuadernarse, no animaba precisamente a embarcarse en ninguna aventura. Y, sin embargo, Diego apostó por el toro desde el mismo inicio de faena, se lo sacó a la segunda raya y, después de una claudicación y solo una al tercer viaje, le dio trato de una suavidad indescifrable. Por las dos manos fue tomando cuerpo pase a pase en una original versión equilibrada entre pulso y poder. No solo técnica, aquí indispensable. También la belleza formal. Rendido el noble toro a los encantos del juego. No hubo un solo tirón. Ni un enganchón. Todo fluyó con calma de brisa. Una estocada.

Castella toreó de capa al segundo con ajuste en lances sin vuelo y se empeñó en una faena mecánica, más de acompañar que de templarse con un toro que se dio sin la menor reserva pero que al cabo de cinco tandas pareció aburrirse. Una tanda de bernadinas antes de la igualada y, al salto, una estocada letal. El palco atendió una petición de oreja minoritaria y se metió en un jardín: la faena tan difuminada y abstracta del quinto toro, rematada de un espadazo tan rotundo como el otro, provocó una petición más fuerte que la anterior, pero ahora se resistió el presidente mientras no pocos pedían para el toro la vuelta al ruedo.

Aguado abrevió con el sexto y Diego porfió sin desmayo con el primero. Otra corrida de dos horas y media.

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Cuaderno de Bitácora.- A la hora de la siesta sobrevoló el centro de Sevilla, y se supone que también la periferia, una escuadrilla de aviones de la base americana de Morón de la Frontera. Dos pasadas nada más, pero, tal como está el patio, ninguna tranquilidad. La mayoría de los habituales no vino a los toros, o se quedaron en la feria o esperaron en casa la hora del partido del Betis en Florencia. El público de la Maestranza, tan mudable de un día para otro, empieza a ser irreconocible. Un misterio. La plaza, llena todos los días.

De camino a la oficina postal de Jesús del Gran Poder, junto a la Alameda, recorrí una de esas calles cuerda, largas de Sevilla trazadas en paralelo con el río y el que fue muro de Torneo. La calle San Vicente. Cortado el tráfico desde la calle Baños a media mañana por una obra, se ha dejado pasear a placer. Y contemplar. Es sorprendente el número de viviendas convertidas en apartamentos turísticos. Se ha ido perdiendo el comercio familiar. La plaza de San Lorenzo estaba desierta. No la Alameda, con las terrazas ocupadas. Ni una mesa libre. Rendí en silencio el homenaje anual a Chicuelo y su gente.

Última actualización en Jueves, 08 de Mayo de 2025 21:28