TOROSDOS

Se torea como se és. Juan Belmonte

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BILBAO. Crónica de "Barquerito": "Tremendo Emilio de Justo"

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Una faena de seco arrojo, tensión extraordinaria y muy caros méritos con un tercer victorino de espeluznante armadura y fiero aire

Despedida cariñosísima de El Cid

Bilbao, 18 ago. (COLPISA, Barquerito)

Domingo, 18 de agosto de 2019. Bilbao. 2ª de las Corridas Generales. Lluvia, fresco. Piso duro y resbaladizo. 4.000 almas. Dos horas y veinte minutos de función. Aurresku de honor para El Cid en su despedida antes del paseíllo. Lo sacaron a saludar después del paseo y al terminar la corrida también, Seis toros de Victorino Martín. Curro Díaz, saludos, palmas y aplausos en el que sexto, que mató por cogida de Emilio de Justo. El Cid, oreja y saludos tras aviso. Emilio de Justo, oreja tras aviso. Herido por el tercero en la oreja izquierda y contusionado en la espalda. No lo dejaron salir de la enfermería. Dos pares notables de Juan Carlos García al cuarto.

LOS SEIS TOROS de Victorino parecían pintados por la misma mano. Cárdenos los seis. Casi idénticas las capas. No tanto la traza ni el remate. Tampoco las caras, serias y astifinas sin excepción, El tercero, veleto y casi vuelto, descarado, fue el más ofensivo de la corrida. Imponente. Se llamaba Bocacho. El único montado y cabezón del envío. Las imágenes de la cabeza, tan de escalofrío, habían circulado por la mañana profusamente por las redes sociales. Tal vez el más serio de la camada del 5.

Los habrá habido con más cara todavía, y todavía saldrá alguno, ¡quién sabe!, pero con el cuajo de ese tercero seguro que no. Ni los catorce que lleva Victorino lidiados este año en Madrid, ninguno de los seis de Sevilla tampoco. Ni los seis de Valencia en Fallas, que fue la más terciada de todas las corridas jugadas en plazas de primera.

A distancia notoria del tercero contó por su aparato el quinto de sorteo, cornipaso pero no tan descarado como el temible tercero. Lo que marcó la diferencia de fondo entre uno y otro fue su condición. El tercero, de una agresividad muy severa. Siempre apuntando, el dedo en el gatillo y balas en la recámara. Reservonería, probaturas en seco que lo hicieron incierto. Extraordinariamente mirón. Toro de sentido, aunque no dejara de avisar. Revoltoso por la mano derecha. Por la izquierda punteaba y cazaba moscas. No tuvo ni la agilidad ni la listeza taimada del toro alimaña tan famoso. Pero fue dificilísimo.

Ni un instante de tregua. Una aparición de mucha viveza. Salió por él Emilio de Justo y, toreando por delante, lo fue sacando hasta los medios, donde remató con media de mérito. No paró entonces de apretar el toro, que apenas se empleó en el caballo de pica. Cobró corrido un primer puyazo, tomó recostado y dormido el segundo. Pareció precipitada la decisión de cambiar el tercio. En banderillas cortó y arreó. Desde el arranque de faena estuvo puesto por delante. En todo eso consistió la dificultad. Y en una manera de echar la cara arriba protestando.

La faena de Emilio de Justo fue puro grano y solo grano. Nada de paja. Ni siquiera una tanda de tanteo antes de meterse a fondo para provocar o convencer al toro. Firme de verdad –tan solo la esgrima forzada cuando el toro quiso venírsele encima-, templado y paciente, muletazos encajados y poderosos, el torero cacereño tragó con los remates revueltos en las tandas en redondo y tuvo los santos bemoles de torear muy despacito por la izquierda, por donde más medía el toro.

La faena fue de tensión constante. La liberó Emilio de Justo con la voz. Se le negó la música, que tan ligera se había arrancado en la faena previa de El Cid, y más ligera todavía en la del quinto toro. El ser tan a pelo hizo ir cobrando a la faena fuerza. La gente subrayó los obligados de pecho con admiración y alivio.

Mérito secreto de la faena fue cumplirse en un solo terreno, al borde de la segunda raya. Y no retroceder Emilio ni un palmo. Ni pausas ni paseos ni gestos al tendido. Como conviene a la intensidad. Por amarrar y redondear, antes de la igualada, Emilio tiró una última tanda de naturales de frente, de ajuste soberbio. Cuando más confiado estaba, al tercer viaje, lo empaló el toro por la pierna izquierda, le pegó una cornada en la oreja izquierda y lo pisoteó en la espalda. Debió de ser muy doloroso. Una faena tan compuesta sacudida de pronto por un golpe de sorpresa. No se dolió Emilio. Un pinchazo arriba y una gran estocada. Una carísima oreja. Pero con factura: no pudo De Justo –no consintieron los médicos- salir a matar el sexto, que fue uno de los dos bondadosos de la corrida de Victorino.

Lo fue el quinto, de claro son, pero no se acopló El Cid, movido y acelerado, animadísimo por la gente. Y lo fue el sexto, que gateó de salida como saltillo legítimo y tuvo entre rayas viajes prontos y de fiar. Curro Díaz había resuelto la papeleta del cuarto victorino sin apostar por nada y no sin motivos, y esta ocasión de rebote lo encontraría desfondado.

Los dos primeros de corrida fueron de signo distinto. Pegajoso, el uno claudicó muchas veces en la dura pista de Vista Alegre. Su Curro le bajaba la mano, las perdía el toro. Las dos veces que pretendió resolver por arriba se lo encontró pegado al cuerpo. Y, sin embargo, después de largo trajín, le pudo pegar al toro una tanda empapada con la zurda. Y ligada con aire. El primero de los dos toros de la despedida de El Cid, abierto de cuerna, salió quebrado del caballo y esperó en banderillas, pero no paró de moverse. La respuesta fue un faena de desigual asiento, un aquí te pillo aquí te mato, sin orden, no sin su ciencia. Esas faenas enredadas y pacientes, con logros brillantes, están en la larga historia de El Cid con toros de Victorino. Jaleó la gente.

Postdata para los íntimos.- Las olas son engañosas. No solo cuando se revuelven en resaca y tiran de ti para arrastrarte mar adentro y hacer imposible el retorno después de perder pie. Ni por la espuma ni por la manera de batir se puede medir su fuerza. Esta mañana temprano llegaban a Ondarreta con una armonía que parecía ensayada. Solo un línea de alborotada espuma. Parecía en calma el mar de la bahía. Pero el golpe de esa sola línea contra la arena era formidable. Como de tempestad. Si se vuelve al punto de partida con marea baja -esta mañana entendí que estaba empezando a subir-, se pueden reconocer en la arena los surcos, que son su huella. Me pareció que el agua estaba fría. Hay quien la quiere muy fría. Dicen que es más saludable para el corazón y la piel, y que templa el ánimo. Cuando sea mayor, haré la prueba.
Cuando abrieron las puertas del palacio de Miramar, que es territorio del Antiguo, subí a darme un garbeo por los jardines, a rodear el edificio, que es un inmenso pabellón inglés de caza más que un palacete, y a sentarme en uno de los bancos pintados de blanco donde se ven las olas desde lo alto y se divisa, al fondo, el amplio horizonte del golfo de Vizcaya con su azul profundo. O sea, azul marino.
El palacio, propiedad del Ayuntamiento, fue en el primer trcio del siglo XX, la residencia de verano de la Reina Maria Cristina de Habsburgo y Lorena, la segunda esposa de Alfonso XII, la madre de Alfonso XIII. La Reina Regente, porque lo fue hasta la mayoría de edad de su único hijo varón, que lo fue póstumo de Alfonso XII.  La regencia y la personalidad de la Reina Cristina son asuntos muy interesantes. Lei hace años una biografía de Julián Cortés Cabanillas llena de datos y anécdotas muy sabrosos. La Regente se enamoró del País Vasco en cuanto lo conoció. Y de San Sebastián. Amor correspondido, por cierto. Ni en los llamados años de plomo fue puesta en cuestión. Una reina austrohúngara de nacimiento, muy pía, excelente pianista, políglota, de una disciplina personal nada común, de instinto político sobrevenido. Se propuso aprender el vascuence en los veranos de su época. Y casi casi. Impulsó los baños de mar. Y ella misma. En una playita privada. Y sin olas..
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Última actualización en Martes, 20 de Agosto de 2019 21:22