TOROSDOS

Se torea como se és. Juan Belmonte

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SEVILLA. Crónica de Barquerito: "La espada de Manzanares"

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Una bella corrida de Juan Pedro, más linda que poderosa. Dos toros de particular nobleza en el lote del torero alicantino, brillante con el quinto, seguro, relajado y arropado por la música

Sevilla, 28 abr. (COLPISA, Barquerito)

Jueves,28 de 2017. Sevilla. 5ª de abono. Templado, anubarrado, lluvia intermitente. 9.000 almas. Dos horas  y veinticinco minutos de función. Seis toros de Juan Pedro Domecq.

Ponce, silencio en los dos. Manzanares, una oreja en cada toro. López Simón, saludos en los dos.

Ovacionado Paco María, que picó perfecto al segundo. Notables pares de Rafael Rosa, Suso González, Vicente Osuna y Jesús Arruga. Todos ellos saludaron montera en mano.

LO FUERA O NO, la corrida de Juan Pedro Domecq pareció elegida por las hechuras. Los seis toros fueron de bellísima lámina. Cada uno, con sello propio. De reatas o familias distintas seguramente. Después de las dos corridas tan voluminosas jugadas en Sevilla en las vísperas –Torrestrella y Garcigrande- la de Juan Pedro llamó la atención por su armonía. Corrida muy astifina. Los dos últimos en particular. Y también el tercero, acucharado y engatillado, colorado y calcetero, el gesto bondadoso. “Un muñeco”, dijo uno. Un dije, y no el único.

Los hubo de talla y proporciones diferentes, más y menos largos o cortos, acodados y engatillados. Muy finos de cañas, galoparon de salida los seis. Siendo el de menos peso, el único que no llegó a los 550 kilos, el quinto fue el más hondo pero también el más bajo de cruz. Y, de paso, el mejor de un envío definido por su nobleza más que por su empuje o poder. Apenas picado, el sexto arreó más que ninguno, pero sin el temple tan claro del quinto.

Demasiado castigado en el caballo, el cuarto se blandeó de una segunda vara y en realidad ya tercera, y solo se empleó a paso de caracol, agónicamente. Casi de la misma manera, el primero, jugado tras una cortina de agua, sucumbió a los efectos de un segundo puyazo certero pero severo. Del primero de los dos había salido descolgado y humillando. Al sexto viaje de muleta claudicó, y luego se rebrincó o volvió a claudicar. Se le fue la fuerza toda, tan parva, en los meros muletazos de tanteo, de los cuales abusó Ponce en ese turno y en el otro. Era la cuarta corrida de Juan Pedro que Ponce mataba este año. Antes, la de Valencia, donde se apagó la corrida solita, la de Castellón, sin fortuna en un sorteó que repartió tres toros buenos, y la del domingo de Pascua en Arles, donde embistieron a modo otros tres. Pero ninguno para Ponce. La gente de la Maestranza estuvo con él. Pero solo en la primera baza. En la segunda no tanto.

Con quien estuvo la mayoría fue con Manzanares. En esa mayoría jugó papel protagonista la banda de música, que, como a petición de encargo, regaló en el primer turno los oídos de toro, toreros y paisanaje con la melodía infalible del Cielo Andaluz, de Pascual Marquina. Le dieron dos vueltas al pasodoble porque la faena fue larguita, muy paseada y muy tranquila también. No se podía pisar el pistón, Manzanares renunció a salirse del tercio pegado a la raya y ahí se anduvo con sus desniveles –grandes muletazos sueltos en redondo, rácana la zurda- hasta que llegó la hora de matar. Paró la música. Aunque el toro estaba aplomadísimo, Manzanares lo citó a recibir. Al tercer cite, en la suerte contraria y casi de espaldas a tablas, entró la espada entera.

El quinto se cantó en banderillas –viaje descolgado, pronto y largo- y Manzanares ni siquiera lo tanteó, sino que al segundo muletazo ya estuvo puesto, estirado y dado. Dos tandas ligadas, erguida y compuesta la figura, dos de pecho de broche. Y la banda de música, impaciente, al ataque. Faena medida pero larga, abierta según la moda en pausas y paseos, planteada en paralelo con las tablas y casi al borde de la raya de fuera. Al toro le fue costando más de lo previsto, pero en los de pecho se dejó ir. Y Manzanares también. La estocada fue soberbia.

López Simón, valiente de verdad, atornillado en todas las reuniones, el pecho sacado, los riñones metidos, se apretó y quiso ajustarse tanto que a ratos pareció pelearse con sus dos toros. Con la embestida almibarada del tercero –del catálogo de peluches de Juan Pedro- y con la más desordenada y codiciosa del sexto, el de las pilas cargadas. La faena del tercero fue, por los apretones, un exceso. El toro pedía caricias y no poder. La cosa acabó de rodillas y con el toro vuelto de grupas. La banda de música, inagotable esta vez, no se rindió y pareció un destajo. Hubo protestas contra los músicos, que reincidieron en el sexto.

Por todas salió entonces López Simón. Para justificar su puesto en uno de los carteles más caros de la feria. Un derroche de valor y una faena de más a menos, abierta con el cambiado por la espalda en los medios y de largo, lograda en una gran tanda de compás en los medios y agitada en cuanto el toro sacó por la mano izquierda un punto de temperamento con el que no contaba nadie. Ni el torero, ni el público, ni la banda. Cargada de abusivos tiempos muertos, la cosa duró dos horas y media. Sobró la media.

Postdata para los íntimos.- Hay una cafetín francés en la calle San Eloy donde elaboran los cruasanes de verdad -la fórmula normanda (?)- y otras exquisiteces gurmandas. La pintura del local, el toldito, las mesas, el mostrador de madera, la dulzura de la que vende el pan y sus parientes de harina, todo eso me recuerda la Francia golosa y antigua, la del Tercer Imperio o la que sobrevivió a tres guerras feroces en territorio propio. De las guerras de Ultramar hablaremos cuando toque.
Se llama Colette el cafetín, donde se puede desayunar sin ruido ni músicas de fondo ni televisión. Gente tranquila y de paso. Es que llovía. La callé (de) San Eloy, una arteria al cabo, es peatonal por naturaleza. Muy estrecha. Todavía aguanta el comercio pequeño al calor de las franquicias cercanas y de los cortes ingleses vecinos. Es la calle más provinciana de Sevilla. La única con panadería francesa. Los nombres de los dulces, en francés. Los de los panes, no. Yo me he tomado con mi café -de calidad- un mollete de Antequera bien regado de aceite. Francía, sí, pero...
La prensa en un quiosco próximo y, cuando arreció la lluvia, un expreso en el Ochoa de la calle (de las) Sierpes. Escuché en la mesa de al lado una conversación indiscreta. Todo el mundo hablando de la corrupciòn. Con cierto temor. "¿Seré yo el siguiente...?" "Tu quoque, Bruto..."
Cuando amainó, una caminata. Retorno a la Alfalfa. Casi todo en su sitio. Ya no está en el escaparate de Antonio Garcia aquel chaquetón marsellés con que tantas veces soñé campero. Por los ventanales del Manolo distinguí a los camareros y dueños de siempre. Media tostaíta con aceite, y te dejaban la aceitera. Las flores del puesto, regadas por la lluvia, hablaban solas. Me ha parecido cerrado para siempre el Horno de San Buenaventura. He hecho hasta la Maestranza el mismo camino que tantos años hice desde el hotel de la Candelaria al Arenal. Por los mismos lugares, reconociendo el pasado y contando los pasos. Las columnas romanas de la calle Mármol estaban mejor que nunca, porque el agua del estanque, crecido con la lluvia, les presta aire romántico. Fue la inteligencia alemana la que descubrió el sentido y la belleza de las ruinas. En la puerta del museo de la Maestranza he pasado un largo rato contemplando carteles y comprobando, de paso, el número de novilleros que desde 1992 acá se han quedado en el camino. No sé cuántos. Me cansé de contar.
Una manzanilla en el Antonio Romero de la calle Gamazo. Y a Trifón. Para escuchar cosas de taurineo. Tanta charla que me quedé sin catar las anchoas mariposa. Todo en orden..