A hombros los dos en su primer duelo directo del curso. Méritos diferentes pero reales de uno y otro. Padilla, conmovido. Un toro excelente, pero solo uno de los Garcigrande
Valencia, 16 mar. (COLPISA, Barquerito)
Viernes, 16 de marzo de 2012. Valencia. 7ª de Fallas. Primaveral, soleado, fresco. Lleno.
Tres toros -1º, 2º y 4º- de Domingo Hernández, dos -3º y 5º- de Garcigrande (Concha Escolar) y uno -6º y sobrero- de Toros de Parladé (Juan Pedro Domecq Morenés). Corrida justamente armada, de desigual condición. De particular calidad el segundo. Imprevisible un tercero sin fijeza. De pobre nota el cuarto. Manejables los demás.
Juan José Padilla, de malva y oro, oreja tras un aviso y ovación. José María Manzanares, de negro y oro, dos orejas y silencio tras un aviso. Alejandro Talavante, de malva y oro, oreja y oreja tras un aviso.
A PLAZA LLENA, trataron a Padilla con manifiesto cariño. Rotas las filas del paseo, una ovación muy calurosa para que saliera al tercio a saludar. No se pudo calzar la montera Padilla en toda la tarde porque aún tiene en la sien izquierda los puntos de una pequeña intervención reciente. Padilla gastó montera, por tanto, tan solo para corresponder a la bienvenida, para brindar el primer toro y para volver a saludar tres veces más. La última, al abandonar la plaza.
Un Padilla más comedido y conmovido de lo que solía. Los golpes de pecho con el puño desde los medios fueron de verdad. Llevaba en la mano la oreja de un toro de Domingo Hernández –primero de corrida- que, noble y apagado, abrochado y tocadito, con bondad de malva, fue toro sin el menor misterio: pasito de caracol, dos entierros de pitones, otras tantas claudicaciones, tranco breve y perezoso. Solo un bonito galope de salida. Estaba picado antes de que salieran los caballos.
Unos lances despaciosos, cortos, mandones y traídos por abajo fueron castigo suficiente. Padilla prendió tres pares –un cuarteo sencillo, otro de dentro afuera y un violín que cerró tercio- y no tuvo luego más que ponerse y pegar toques suaves para acoplarse en un trasteo despegadito, calentado en los remates cambiados por alto, que fueron dos y no uno. La banda de música hizo de las suyas, un desplante levantó los ánimos cuando parecía enfriarse la cosa, una tanda barroca de tres molinetes y no dos sino tres cambiados por alto y una estocada rinconera y ladeada, y sin muerte. Sonó un aviso. Una oreja.
Único botín porque el cuarto de corrida, negro montado, altón, fue poco propicio. Medios ataques y midiéndolos todos, probaturas, distracciones, reservonería, un punto de brusquedad. Padilla le pegó en el recibo y en el tercio una larga cambiada de rodillas, renunció a banderillear aunque se lo reclamaron, y hubo quien se enfadó, y anduvo prudente en un trasteo sin dudas ni confianzas. Una buena estocada.
La corrida de garcigrandes fue de los dos hierros de la casa: los dos de Padilla, del de Domingo Hernández; el primero de Manzanares, también. Ese de Manzanares fue el toro de la corrida: por son, ritmo y calidad. Y porque, siendo muy noble, y descolgado sin tardanza, no fue el carretón: por la mano izquierda pesaba más de lo que parecía. Los del hierro de Garcigrande fueron minoría: un tercero de preocupante falta de formalidad –miradas perdidas, embestidas desordenadas, tres o cuatro ataques al bulto sin obedecer al toque- y un quinto recogido de cuerna, inofensivo, mansito, sin celo y, por tanto, de tan pajuna nobleza como escasas luces. No pasó completa la corrida de los Garcigrande y completó un sexto de Parladé, un dije colorado de precioso galope que, mal llamado desde un burladero, se estrelló contra él y se tronchó el cuerno derecho casi por la cepa. El sobrero fue también de Parladé, largo y sacudido, negro salpicado y carbonero, de muy finas cañas. Lucía astifina corona. Salió bueno.
Manzanares se sintió a placer con el único toro de Domingo que mató, y que mató en la suerte de recibir, casi en el mismo platillo y dando espaldas a chiqueros. A suerte descargada, las tandas en redondo con la diestra como en molinillo –toreo de caja de música- brotaron en los medios con gran ajuste, recreo, cadencia y la inevitable continuidad que provoca el toreo tapado. Solo veía el toro engaño, y engaño tenido y traído con un pulso exquisito. La composición vertical, entre natural y forzada la figura, tuvo el empaque propio de Manzanares. Cuatro tandas, cuatro: dos por delante y otras dos después de una prueba en falso con la izquierda, y de una pintoresca tanda en trenza de dosantina, cambio de mano y el de pecho. El sedoso acento de la faena, más que su pasión, llegó mucho. La estocada se celebró como un acontecimiento. Con el toro de Garcigrande Manzanares abusó de los capotazos de doma –el toro tapado sin pasar y, entonces, se desmoraliza- y no hubo luego faena armada ni diligente. Sí un intento de recibir con la espada al toro. En el tercer viaje Manzanares atacó por derecho, como solía, y cobró una estocada. A toro parado no tenía sentido esperarlo ni recibirlo.
Talavante salió desatado y en son muy ambicioso. Dispuesto a todo, firme de verdad. A comerse el mundo. No importó que el tercero de corrida fuera toro atrabiliario ni que se le viniera encima y por las dos manos hasta cuatro veces, ni que no pareciera toro de los de hacerles versos. Resuelto más que obstinado, paciente pero sin perder el tiempo, Talavante le hizo al toro casi de todo. El repertorio mexicano puesto al día –no todo, solo una parte- y, entonces, los estatuarios, las flores del toreo de ida y vuelta, la arrucina, el molinete, el acento desafiante. Una estocada. Y más de lo mismo, pero de otra manera, con el sobrero de Juan Pedro, toreado a toda trompeta. No llegó a haber una tanda redonda y clásica, porque en todas se empeñó Talavante en intercalar los cambiados por la espalda en descarados golpes de sorpresa y efecto, en abundar en los cambios de mano antes de tiempo. Paseos de pasarela pero pisando fuerte. A hombros con Manzanares y con méritos del mismo peso. De eso se trataría.
Postdata para los íntimos.- Un músico de calle,en Embajador Vic y frente a una arrocería, estaba tocando al mediodía la parte de clarinete de La Gracia de Dios, pero llevaba grabada en un sintonizador la parte orquestal. La banda -casi de cámara y ¡sin percusión! -menos el clarinete. Ha sido el pasodoble más bien tocado que he escuchado el último año.
Ayer, después de tomarme un vaso de horchata en el Mercado Central, y cuando iba a salir por la puerta que da a la parroquia de los Santos Juanes, me topé con una cara conocida: la del torero Tomás Sánchez, que tiene un puesto de pescado justo ahí. En la sección de cefalópodos. Estaba descargando de una furgoneta blanca una caja de congelados de la India, de la marca Maharajá. Me produjo cierto asombro la imagen. Y la escena. Hoy he vuelto. Y en su mostrador y con guantes estaba Tomás cortando tiras de sepia impecable. Un mostrador de pescadería, con sus canalillos y su aroma pegadizo. Y su balanza de peso. No es lo mismo hacerle tiras a una sepia que matar un toro. Pensé que este Tomás es de los más capaces y valientes que ha dado esta tierra en los últimos quince años. Tiene, físicamente, el aire de Julio Aparicio hijo. No es gitano. Toreando recordaba un poco al Padilla poderoso.
Uno de los libros de poesía más hermosos que he leído y releído en mi vida lleva por nombre "Ossi di sepia". Huesos de sepia. De Eugenio Montale, italiano y genovés, del segundo tercio del siglo XX. Melancólico, severo, sonoro. Amargo como el hueso de los cefalópodos, escondido y punzante, traicionero. Es decir, que no hay una sola manera de ser mediterráneo ni una sola manera de valerse de las sepias como excusa o motivo.
Mañana, al safari de Castellón. Harto de arte moderno, me abono a las pinturas rupestres. Hasta mañana.